Querido Dios

Querido Dios,

Desde este paraje perdido en este desierto llamado Ocucaje, tan inhóspito para los seres humanos pero habitado por nuestros hermanos olvidados. Bajo el manto más oscuro de esta noche donde las estrellas adquieren un brillo de muerte y abrigado por el frío de los vientos nocturnos, te envio mis palabras hacia lo más profundo en tu inmensidad.

Aún sin comprender lo indescifrable de tu voluntad, por tu divina gracia cumpliste el anhelo de las lejanas noches de mi adolescencia.

Una mañana de invierno, sobre la cima de la duna más alta de Orovilca, como Afrodita emergiendo de un mar de arena, la hija de la reina de la noche eterna de los tiempos se presentó ante mí. Igual a una rosa negra arrancada del jardín del Edén cuya belleza no perece, logró desnudar el sueño más profundo de mis recuerdos. Su cabello largo color muerte. Su piel luna llena resaltada por el vestido tan brillante como la luna nueva. Sus labios con aroma a veneno de culebras. Su voz tan dulce como los dátiles dorados. Su mirada penetrante, como mil paracas furiosas, trastocó todo mi ser. Ella hizo germinar un sentimiento en este mi vacío existencial llamado mi soledad.

Por varias noches conversamos sobre la cima de aquella duna. Cada detalle de nuestra vida presente, pasada y olvidada lo anotamos con fuego en nuestro interior. En nuestras almas bebimos muchos viñedos de eternidades. Caminamos océanos, navegamos montañas. Purificamos nuestros cuerpos bajo las aguas de todas las lagunas de este valle. No existía entre nosotros alegría llena de tristeza, ni tristeza sin alegría. La felicidad nos fue entregada por tu indescriptible voluntad.

El tiempo transcurrió, más la reina de la noche eterna de los tiempos, envidiosa del amor, reclamaba a su hija perdida. En un soplido lleno de maldad las arenas de la pasión se dispersaron, el camino lo cubría de espinos de olvido. Cada paso provocaba dolor en nuestros corazones. Intentamos seguir unidos bajo el lazo de la eternidad, pero las Moiras del desamor con sus filosas tijeras de envidia cortaron la esperanza en nuestros corazones.

Una mañana, cuando la aurora anunciaba su llegada, al mirarla para hacer renacer este amor, ya no estaba. Gire para ver en el camino recorrido, ya no estaba. Como Eurídice, su presencia me fue arrancada con los primeros rayos del sol. Ella se perdió con la última niebla de la noche eterna de los tiempos. Un sol de soledad empezó a incendiar mi camino lleno de espinos. Solo mis lágrimas de dolor apagaban el fuego de mis pasos perdidos.

Mi querido Dios, han transcurrido cincuenta años desde la despedida y desde entonces recorro este inmenso desierto bajo la sombra de la noche preguntándome, si las personas llegan a nuestras vidas para dejarnos cicatrices profundas de dolor, o tan solo para hacernos recordar que la felicidad es un espejismo efímero bajo las aguas de esta mal llamada vida.