La dicha

LA DICHA
Soy un fugitivo.
Aquel día desperté a las cinco de la mañana, la noche anterior no pude conciliar el sueño, sabía que algo diferente estaba por suceder, conozco mis percepciones y cuando me levanto temprano, algo simple está por llegar; tan escueto como el reencuentro con el amor.
El reloj daba las diez, asomé a la ventana de mi apartamento que se encuentra en el segundo piso para mirar a la gente y sus problemas, el viento típico del centro del mundo llegó como un vendaval y se perdió súbitamente, el aire golpeó en mí rostro, aspiré aquella brisa andina y cerré los sentidos; fueron dos minutos de relajación tenues.
Al abrir los ojos, observé su silueta, era la mujer de siempre, su perfume hizo que olvidará del viento y preste atención a sus cimbreantes caderas que perturbaban la quietud de hombres y mujeres; estaba de espectador en primera fila de aquel colosal acto de caminar, tenía rizos largos, vestía de colores verdes y rosas, como alguna vez usó Regina, mi novia de la juventud, mi dicha.
Cerca del mediodía tomé la prensa para ojear las desdichas de mi país, los deportes, la cultura, observé las fotografías que acompañan a las noticias, pero no leí; sabía que algo diferente estaba por suceder, en la última hoja apareció publicado por la familia del novio, la noticia que partió mi aliento.
Se casaba Regina, sabía el lugar y algunos detalles de esta celebración, en mi acostumbrada vida de nostalgia y ligeras esperanzas decidí ir cerca del lugar de la gran fiesta. Transitaba pensando en ella, en su felicidad, en su corazón, en su escote de alma que alguna vez fue mío…
Siempre la amé, pero ese día, ella se casaba.
Debió haber sido cerca de la media noche, en la esquina de la calle Tormentos, a pocos metros del lugar de la recepción, había una cantina de buena muerte, entré y tomé lo que nunca tomo: un trago fuerte para eclipsar mi cobardía por no haber luchado por ella, si seguía siendo el amor de mi vida.
Con el alcohol de compañía logré escuchar de la fiesta la canción que era nuestra… era una señal, creo mucho en las señales, aunque no existan, con esa melodía nos dimos el primer beso hace algunos años, debe estar haciendo lo mismo con el novio, pensé…
Tanta fue la nostalgia y el recuerdo que abandoné a mi compañía de la cantina y corrí hacia el lugar, entre desesperado, nadie me conocía, solo ella, nos vimos a lo lejos, también estaba con tragos, se acercó sigilosa y me dijo:
¡También pienso en ti ¡
Lo que hicimos adolescentes, de locura infinita y sin la agobiante moralidad, las pequeñas cosas a escondidas que solíamos concebir ante la ausencia de sus padres, las visitas nocturnas a su casa, las trepadas a su balcón de manera cautelosa como un vil delincuente…todo eso valió la pena, pensé.
Era la novia más hermosa que jamás nadie haya visto por estos lares, vestida de blanco como la reina que era, que es.
Yo respondí:
- ¡Te sigo amando ¡
Nuestras miradas se cruzaron y quedaron de acuerdo para el último encuentro.
En aquellas épocas juveniles pensábamos y sentíamos igual; por eso sabía que, si caminaba a la calle que era nuestra, seguro la encontraba. El martes próximo por la tarde apareció la recién casada, estaba más hermosa, el matrimonio le había caído bien…
Corrí hacia ella, me estaba esperando, siempre me había estado esperando.
Su perfume era intimidante, parecía que vestía de colores verdes y de rosas, hablamos poco, hicimos el amor mucho; mis lágrimas resbalaron por sus pechos, lloraba porque sabía que nunca más la volvería a ver, seré siempre un pasajero del viento del sur andino, llamado vendaval.
Tenía que continuar con mi huida.
Era la dicha que se nos fue negada.