El fin del feminismo

Entré sigiloso a su alcoba, el sigilo entra. Me mira fijamente, esta descalza, un alma descalza. Se lava los ojos y me grita, fuertemente nos grita. ¡Qué a los hombres nos estáis gritando! ¡Una dama que grita, un despecho de lana!

-¿Qué quieres? Me dijo. –Entrar puedo y hablarte. Le dije.- ¡Tu nada sabes, ni nada entiendes, lo único que quieres, es despreciarme y despreciarlas a ellas y morir como un cualquiera!-Gritó.- ¡Ya cállate mujer! Gritó mi instinto, naturaleza muerta. – Sos una dama con muchos temores, agredes a hombres y no comprendes. Afuera no hay más odio, de lo que pueda haber en ti. Son las sobras de mi amor, que se quedaron en los platos, de la vida más latina. –Déjate de tus teorías. ¡Quién crees que soy! Nuevamente alterada, el alma, la calma y ella... –Soy tu carne mujer pero me llamó hombre, soy tu hijo y soy vos misma. Le dije.

En esos inmediatos opuestos de tiempo, supe que algo pasó. Se detuvo el viento, lo vi. Entonces se abrió una puerta, lo vi de nuevo. Desde ese día de marzo, mediados. Encontraron formas en las líneas curvas, de sus propias vidas. Aquella dama insegura, no le hace falta nada, sabe todo lo que hace. Únicamente está atada, por el pasado de hadas y dragones, en una tierra medieval, donde no solía leer, más que a la sombra de los hombres, hábitos cuelgan a la extraña que no puede dar la misa, porque su Dios era Dios y era hombre, no era Dios y era mujer. Hoy se cuelga ella misma, de sus miedos medievales.

Y en los tiempos más supuestos, ella encontró la respuesta. Donde solo un alma la hallaría. En sí misma. Perdió la culpa, podría amarle, podría ser. Hombre, mujer y llaga. En un pórtico su esencia y en sus cabellos una corona. Pero antes de entregarse, pasión del ser instintivo. Entendió que para amar a un hombre, no necesita de uno. Se necesitaba a ella misma. Y hasta el final de su reinado, cuando heredó Sara la corona. Siempre fue ella misma. Siempre fue mujer.