Nada.

La huella mía en la que nadie se detuvo.
El cielo escazo.

La llama dentro de la pupila ciega,
los terribles gritos que comparten tiempo con la soledad.

La espalda que reemplaza al astro de los astros.
La gran espera entre tinieblas de perpetuo nacimiento.

Desear y éxodo,
cumplir de horas en la jornada de lo no posible.

Hablar sin comparar significantes,
rodar las esquinas del rombo.

Beber recuerdos que no existen, que solo para uno existen.

Después ¿En dónde?
¿Quizá? jamás.

Antes para nada,
siempre muy poco.

También lo mismo
nunca, cuánto nunca, tanto nunca.

Y al final,
ella me pasó,

como una madre le sucede al hijo,
como el invierno le pasa al postrer jirón de primavera.

Pero yo no le pasé
y si lo hice,

fue como el humano le pasa al universo,
como un grano de arena
le pasa al mar.