La casa de las águilas

poema de Eduardo Roa

Vuela sobre los minutos y el viento
sobre el último color crepúsculo de la tarde esta que
se va
como un feroz pájaro de otro mundo que lo abarca todo
en el mirar;
viaja a sus fiestas vestido de rojo incógnito por no
ser invitado
a la parte inmensurable e inmemorial de sus ideas que
nunca revela
(por guardar para sí)
y también al segmento suyo del pensar que se disgregue
en el círculo de su generación
donde no han llevado a rastras mi butaca de primera
clase
como la colosal ave que trasciende más lejos de tus
ojos
y de lo que desvelan sus labios geométricos,
sobrehumanos
que van de un planeta a otro
de un tiempo a otro a la velocidad del pensamiento
como un dios.
Encuentra sus palmas como palabras que nunca
pronuncia;
abre sus verdaderas cartas de amor que no escribió
y disfruta de esta fiesta aunque sea de pocas horas
cortas en su mejor edad, cuando el vestido rosa de
Silvia era un sueño suave de verano que moldeaba su
cintura al igual que tus manos cuando bailábamos.
Viaja trascendiendo el inconveniente cualquier que se
presente
y compila hasta el no rotundo de su decisión postrera
que no articula,
como una flor indemne e imperturbable.
Cavila también a la liberación de tus apetencias
pungentes
las mismas inapetencias indiferentes de otros;
trasciende el dolor como un animal herido que yace ya
inerte, arrastrado del río por una noche en un bosque
sin sonidos que sean reales compañeros.
Llega más lejos que cualquier sufrimiento cursado en
los laboratorios más viles
o más útiles de los corazones,
como el primer beso del primer amor respondido o
correspondido
con un puñal por los otros labios.
Vuela como una estrella fugaz tan solo,
y de la misma forma que se apaga,
ahoga también tu corazón
y tórnalo inerte roca contrita y fría,
y ve con tu lenguaje... ya desapercibido.
Llega a las aventuras de su corazón y de su mundo tan
solo suyo,
donde viaja a veces de ciudades en amigas.
A sus sueños sin ti, a sus mansiones doradas,
con príncipes azules que su antojo desgrana
para verter sobre la verde grama ya sin vida.
Llega a su corazón un instante
a apercibirte de una vez por siempre de no descubrir
allí tu nombre.