Las viejas balconadas candasinas

poema de Wienerwaldl

Las viejas balconadas candasinas

Marina se asomó a la balconada. El beso del salitre era profundo, sublime en la caricia de la brisa de aquel atardecer del mes de mayo. Miraba el horizonte, en lo lejano. Las nubes eran densas, como siempre, mostrando un cielo gris, un cielo triste, callado como el aire del otoño. Pero era primavera nuevamente. Las lunas no impedían que la tarde cayera con la dicha que regalan las mágicas promesas del verano. Y vio en la lejanía el cabo Torres. Ya estaban las bombonas, los colores de aquel cendal azul que las cubría, la voz de una neblina y el ocaso.
-No dejas de mirar por la ventana -le dijo, con su acento lastimoso la voz de aquella anciana resignada, dejada a aquel ritual de hacer labores.
Marina no le quiso dar respuesta. Estaba enajenada con la estampa: el cielo gris, la tarde, y, a lo lejos, las lanchas en el mar y las espumas. Marina no le quiso dar respuesta. Estaba embelesada, contemplando las llamas del milagro que acontece, según vienen las sombras, al crepúsculo. Y supo disfrutar de aquel momento. Quizás sintió la magia de ese instante que trajo la promesa del solsticio, del tiempo de la luz y la alegría. Bastó un rayo de sol para decirlo. Promesa del verano, su palabra voló como la luz por esa estancia tan amplia como todo el Universo.
-No dejas de mirar por la ventana -le dijo, con su acento lastimoso, tal vez vencido ya, la vieja anciana, dejando las laboras en el mueble. Y el aire se hizo clara primavera. La luz del sol volaba en lo lejano, las playas saludaban a la vista, queriendo dialogar con nuestros ojos. Y el aire se hizo brisa con su hechizo. Y quiso ser hechizo aquella tarde, mostrarnos el embrujo de otro tiempo, de un tiempo que no fue tan diferente. Y quiso ser la brisa como un beso. Y supo ya Marina que aquel beso venía regalado por la llama de aquella tarde bella y moribunda. Y supo que aquel beso era su beso. Y quiso recibirlo en sus mejillas, saber que era su beso y que, en su beso, ardía ese misterio de la tarde.
-Tendré que mirar yo lo que sucede -le dijo, lamentándose, la vieja, curiosa, impertinente y siempre hambrienta de ver correr la vida por las calles.
Y vieron lo ocurrido, ya a la noche. La gente caminaba por las calles, los niños se alegraban en la plaza, los mozos conversaban con descaro. Y vieron el curioso panorama. Los viejos pescadores regresaban, la gente en las tabernas entonaba canciones de los tiempos más antiguos. Y hubieron de escuchar esas canciones. Hablaban de un pasado que se extingue, soñaban un pasado que se extingue, cerraban una etapa que moría. Y quiso ser la brisa como el canto. Y trajo los recuerdos de un romance, de aquel romance viejo de los siglos que siguen entonando en las aldeas. Y el agua vino a ser aquel romance. Y el viento, estremecido, con rozarlas, amó las hojas más mientras oía los sones de aquel canto en la distancia.

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez