El día que me vaya

El día que me vaya,
el verdadero día que me diluya entre las grietas de este mundo,
no a los 16,
cuando la muerte me miró a los ojos,
y solo encontró carne temblando en una cama,
no a los 18,
cuando fui yo quien le gritó con los dientes rotos:
¡llévame ya!

Ese día,
el día que la muerte me lama las mejillas,
me iré sin reproches.
A la muerte le daré las gracias.
Porque no se llevó los ojos de mi abuelo antes que yo los mirara,
esos ojos que pedían más vida en una vida vacía.
Gracias por los puntos consecutivos prestados,
por los paréntesis de vida que me dio para sostener,
la fragilidad de un viejo sabio en el cuerpo de un hombre,
que solo quería un capítulo más en su vida que valiera la pena.

No me llevó a los 16,
porque aún tenía que ser devorada por el amor.
Ese romance que quemaba como un volcán recién nacido,
que abría grietas donde antes había piedra.
Mis ojos, entonces, aprendieron a ser brasas,
a escupir chispas.
Tenía que arder en la intensidad,
porque lo peor venía después,
y lo peor también era lo mejor.

No me llevó a los 18.
Yo supliqué, esa vez sí,
pero la muerte no quiso.
Me dejó para que viera a mi madre
con las cadenas rotas,
a mi hermano arrancando con sus propias alas.
Para que yo misma pudiera
quemar la casa,
mi pasado,
mi cuerpo,
y en el fuego
velar a mi padre.

Tuve que volver a mi cárcel,
probar el filo de sus barrotes.
Porque mis ojos tenían que aprender:
el fuego también destruye lo que amas.
La muerte no quiso entonces,
porque aún tenía que amar,
que arder,
que desgarrarme hasta los huesos
para encontrar mi forma.

El día que me vaya,
cuando el abismo me trague con su boca sin fin,
me iré en paz.
Pero hoy,
hoy soy cenizas danzando al viento.