La mujer a quien nadie amó

Una cana se ha levantado entre miles para saludarle desde el reflejo del espejo, se le revela la arruga nueva, con el dedo índice la recorre en toda su extensión y concluye que no tiene reversión, el desconsuelo ha tomado su mirada por asalto y esos ojos repletos de tristeza bajan hasta toparse con unos senos precariamente cubiertos por el su único sostén pardo, ella les acaricia con indulgencia a modo de exequias, la juventud está muriendo y con ella el sentimiento raro a quienes muchos llaman fe.

Nunca fue escogida, nadie la eligió para sí y detrás de la soledad que le sirve de paraban busca detrás de cada mujer que vive en pareja la respuesta al enigma de la permanencia en compañía, detrás de cada hombre consorte, el defecto hipotético que no estuvo dispuesta a soportar en los años de mocedad y detrás de cada relación duradera teje hipótesis de vidas negras, para compararlas con su propia vida gris que es un hecho. Las culpas son agujas de reloj que parten y llegan al mismo sitio en un ciclo de amargura y vacío, mientras trata de erradicar a esa cana emancipada, se pregunta si los errores del pasado han sido excesos o defectos de decisiones, de tolerancias o de ilusiones o si por el contrario se trata de un destino ineluctable.

Sus recuerdos no vienen en color pastel, no hay rosas ni souvenir guardados en libros amarillentos que evoquen sacrificios caballerescos, fue usada o disfrutada, jamás amada, concluye tras cada inventario de remembranzas, todas huérfanas de historias dulces. En esa habitación umbría, la vida trascurre sin prisas para la mujer a quien nadie amó, tan lejos del jolgorio, tan cerca de la senectud.