Para W. G. S.

Dios arrancó de un campo,
Sus trigos y coció,
Con sus hilos de oro,
El brocado de tus cabellos.

El aire moldeó,
Con sus frescos dedos en el mármol suave y cálido,
Tus piernas balaustrales,
Que aspira el vestido.

Unas cuantas lagrimas
De un ópalo fueron suficientes,
En una cóncava fuente,
Para formar tus ojos brillantes de rocio y cristal.

Dios levantó el Sol por arriba del horizonte,
Escogiendo la hora para que la espesura se levantara,
Y volara mediante el hálito de un ángel,
Hacia tu piel; tiñiendola.

Ahora cada vez que te levantas,
De tu dulce y letárgico descanso,
Y posas tus pies en el césped áspero y claro,
Los pastos cosquillean con sus besos tus almidonadas plantas.
Así es como ruegan ellos;
Así actúan en su letanía.

Cada vez que paseas por el jardín blanqueando,
Con tu fresco y agudo aliento a las flores,
Ellas te agradecen,
Y cuando acercas tu rostro para recibir sus susurros
Ellas,
Ante tu níveo y joven porte,
Pintan rosetas;
Esbozan sutiles rojos,
En el suave y blanco lienzo de tus mejillas,
Para que sonrías en rosado arcoiris.

Tu sonrisa,
Eficaz como cien cañones,
Tan radiante,
Como el vibrato infinito de un violín.
Tan bella como la primera estrella en el atardecer,
Como un silencioso bosque que esconde dentro de sí
Su preciada y deseada fauna.

Pero son más,
Las rosetas en tus mejillas
Cuando soplas nuestras flores,
Las que están fuera de tu perfumado jardín,
Las que te dan los arcoiris para sonreír
En rosado y limpio satín,
Todas tus alegrías.

Pero son tal vez mas,
Los allegros que esas flores componen entusiasmadas,
Para reclamar tu atención,
Desde sus tierras escondidas,
Los que te hacen brillar.