A veces bailo, pero...

Aún hay veces que me despierto con la caprichosa idea de querer bailar con la vida.
Le sonrío al sol y estoy agradecida por haberme dado la vida y haber tenido la oportunidad de encontrarte. Y cuando atardece y comienza la noche no ceso en mi inútil manía de pedirle explicaciones a la muerte por haberte llevado tan pronto.

Camino sin rumbo fijo con todo el peso a mis espaldas, y lo que más cuesta sobrellevar, irónicamente, es el peso de los vacíos que llevo en el pecho.
Siento la tristeza acoplarse en mi garganta creando este insoportable nudo, dejándome muda y paralizada, solo consciente lo suficiente para seguir sintiendo la agonía que me ha provocado el perderte.

Me siento en la repisa y suspiro, mirando hacia el horizonte, saboreando el humo entre mis labios y dejándome llevar por las canciones que me enseñaste. Dejo salir el aire lentamente y aunque siento cómo se calma mi ansiedad de respuestas a las preguntas que durante siglos se han planteado sin llegar a una buena conclusión, no se calma esta imperiosa necesidad de abrazarte, de verte, de mirarte, de sentirte al fin y al cabo que es lo que hicimos: sentirnos. Percatarnos de la magia y dejarla fluir. Inefable.

No llevo bien esto de no volver a hablar contigo, de no volver a sentirme protegida, de no volver a tener tiempo suficiente para seguir conociéndote, para cada vez más, quererte. No llevo bien el saber que lo que hubo es lo que único que va a haber. Que no crearé más recuerdos indescriptibles contigo, que no me sentiré más niña y, aún así, más poderosa que nunca, nunca más. Que no voy a tener tiempo de buscar las palabras idóneas para explicarte lo especial que eras y la luz que traías a cada lugar y a cada persona.

Así que, aunque a veces me despierto con esperanza y feliz de haberte tenido, no puedo evitar sentir que me ahogo cuando llega la noche y cierro los ojos para dormir con esta sensación de vacío que me oprime el pecho y que amenaza con nunca
jamás
irse.