efímero XII

No recuerdo una infancia a tu lado,
ni abrazos cuando creía
que todo había acabado.
Sin embargo, no me atrevo a culparte
por no haberme brindado antes tu arte,
porque supongo que estabas ocupado intentando
reconstruirte y recoger los pedazos
de vida que ésta te había arrebatado.

Fue pronto y repentino,
un día bien y al otro se habían ido.
Comprendo tu miedo a amar
y admiro la capacidad que,
no obstante,
el pasado no ha podido evitar:
ese cariño incondicional,
esa limpieza de alma que provocas
sólo con mirarme y escuchar.

Papá,
todo lo que de mí te perdiste
por estar ausente o en tus despistes
créeme que no es importante,
de todos modos, como siempre me dices:
lo que importa es el presente.
No solo nos une la sangre,
eres mi cómplice y mi amigo.
Aunque hace relativamente poco que descubrí
que tenía otros hombros en los que apoyarme,
no importa el tiempo,
sino la fuerza del amarre.

Y supongo que crees estar solo,
algunas noches perdido en el fondo,
pero allá donde vayas, escúchame:
siempre tendrás un motivo
por el que no dejarte vencer.

Pienso que alguien que no tuviese
la esperanza y oportunidad de renacer
no habría creado tanta magia
en mí, ¿no crees?
Me has enseñado
en tan solo unos años,
valores que ni el más sabio
podría haber imaginado.

Tienes por ojos
batallas ganadas y guerras
que agotaron tus fuerzas
y rompieron tus garras.
Es exactamente eso
lo que admiro, papá, de ti:
lograr ser feliz
y apartar el desliz,
conseguir sobrevivir y seguir
dando vida a otros
como si fuera fácil poder construir
aun estando en trozos.

Me has enseñado
que el amor no duele,
que quedarse y luchar
aunque no haya motivos:
por amor, es reconocido.
No sin olvidar
que irse cuando se debe
es de valientes,
que hay que saber huir
si se ama a una serpiente.

Tú y tus errores,
tu pasado y tus dolores,
los llevo dentro
y suspiro:
para mí siempre serás
el niño que,
aunque herido,
sigue luchando a gritos.