La trágica

De sus rozagantes mejillas, desprende un ardor infausto.
El viento helado choca con las brasas, luchando en un eterno vaivén de pasiones y decepciones.
Lejos, bien lejos de la viveza, blancos y negros se unen.
Allí está, la trágica, otra vez abrazada al viento. Ese viento que bien sabe no le pertenece, y tropezará en su nueva fuga.
La trágica ama y piensa volver. La trágica llora y colorea la escarcha con pétalos de muerte. La trágica baila sobre el fuego, dejando sus dolencias en partículas de ceniza, que recoge y ampara marcando su piel.
Inconmensurable amor desperdiciado, en las penurias de cuentos sepulcrales. Su rostro demacrado y Su pecho descarnado, atado a un filo que la misma trágica se atravesó.
Rota en desesperación,
en las súplicas de un sueño entumecido, que en todo su frescor congeló su divinidad.
El amor florece frente a sus ojos y desea poseerlo,
poseerlo al igual que a la dócil y palidecida bailarina que dentro de su jaula intenta saciar su hambre de libertad.
Aquella muñeca de porcelana no cobrará vida.
Aquella muñeca mira con ojos desorbitados y labios fulgentes, cómo la vida la inmoviliza.
Y en las melodías exquisitas que en la desnudez de su alma resuenan,
se derrite en la impaciencia de nunca poder recordar.